jueves, 18 de junio de 2009

Instrucciones para disimular una ventosidad

Hay cierta situación fea que a veces ocurre en un ómnibus. Es incómoda. Para nada deseable. Tan lo anterior como incontrolable. Ingobernable. Imprevisible. Insospechable. Impostergable. Inesperable. Inocultable. Insoportable. Infumable. Inflamable, por qué no. Así que hoy y ahora nos ocuparemos de ella. Porque cualquier ser humano se puede ver literalmente envuelto en una situación así y su gaseosolorosa consecuencia. Sí. Exactamente. Se está hablando de esas ventosidades con catinga, que apenas vienen, se van sin que podamos hacer nada, sin dar mucho tiempo de reacción.
La opción más fácil es hacerse el dormido, siempre y cuando vaya sentado. En este caso no debe inmutarse para nada con el codazo acusador de quien va sentado a su lado. Mucho menos abrir los ojos con cara inocentona ante el comentario agudo –por el timbre de voz, no por la profundidad intelectual- de ese niño ingenuo que nunca falta y le hace notar a su mamá que un olorete insoportable y caldoso le llega a sus pequeñas y simpáticas fosas nasales. Con esta acción usted también se estaría protegiendo de tener que darle su asiento a una embarazada, un anciano o un discapacitado, ya que sabido es por todos –cómplice lector- que este es el mejor método para zafar de cambiar, en un ómnibus atestado de gente, de la categoría sentado más cómodo que un cinco a cero, a la categoría dorapa solidario apretujado durante la media hora que le queda de trayecto. ¡Entre pasajeros dormidos no son vamos a despertar, colega!
Si usted va parado, cuenta a favor tener lentes negros. Portando tal adminículo tiene menos posibilidades de ser descubierto por causa de su mirada avergonzada. Otra posibilidad es generarse una distracción durante los breves e insufribles minutos que persiste en el bus el aroma que nunca saldrá de un incienso por más barato que el mismo sea.
Distracciones posibles pueden ser ponerse a enviar algún mensaje de texto con su celular como desentendiéndose de la situación, consultar algún papel o publicación que lleve consigo o sacar su radio o mp3 y perder minuto, minuto y medio cambiando lo que venía escuchando. Este tipo de acciones son para dar a entender a los que lo rodean que no percibe lo mismo que ellos, lo que a su vez hará que la envidia ajena lo posicione un escalón por sobre la media.
Por último: No hay mejor defensa que un buen ataque. He aquí una frase futbolera que bien puede aplicarse al caso estudiado, además de a cualquier otro deporte que tenga los conceptos de defensa, ataque y mejor. Por ejemplo, si usted es consciente que el nauseabundo olor que todo lo impregna proviene de su apoyadero, una buena opción es comenzar por poner cara de asombro, luego de disgusto –incluso buscando miradas cómplices entre los demás pasajeros- y rematar la actuación con una exclamación en voz alta, como por ejemplo: “¡A ver! ¿Quién comió feijoada? ¡Que convide!”. Si da la casualidad que en ese momento está hablando por celular puede decir disimuladamente, como dirigiéndose a su contertulio del otro lado de la línea: ¡Acá alguien se cagó y no fue de la risa!”. Si se tiene fe puede arriesgar más e ir más lejos. Para ello debe elegir alguna doña que tenga cerca y espetarle: ¡señora, mire que a mí me gustan los pedos, pero este que se tiró me empalaga!
Si ninguna de las opciones le convence, siempre queda la célebre retirada. Apenas perciba el insuceso –vía nasal o por presión interna- camine hacia la puerta, toque el botoncito correspondiente y como quien no quiere la cosa, haciéndose el gil (o la gila) –mitad crack, mitad desentendido- (mitad cracka, mitad desentendida) bájese del ómnibus en marcha antes de que éste frene completamente, que es como hay que descender en estos casos.

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