martes, 13 de noviembre de 2012

La desaparición de los guanacos


Costumbre que se ha perdido la de andar salivando a diestra y siniestra. Sobre todo para el lado que va el viento. Al punto que hoy en día el añejo letrero que en ocasiones todavía puede leerse apenas subir a un ómnibus, aquel de “Prohibido salivar y hablarle al conductor” es un absurdo al cuadrado. Primero porque ya nadie osa salivar el suelo de un medio de transporte colectivo [imagínese por un instante esa imagen, estimado lector, y comprenderá que es imposible] y segundo porque al conductor hay que hablarle sí o sí, para decirle si el boleto es céntrico, común, de una hora, de dos o alguna otra opción. Pero algo hay que decirle, sino el tipo se impacienta, la cosa se demora, el coso no arranca, los que están atrás putean y capaz que alguno se queda sin subir si el guarda arranca de golpe y sin miramientos hacia la acera donde podría observar si queda algún posible pasajero a nivel de sopi. O sea. Cartel doblemente absurdo, pues prohíbe dos cosas: una que nunca ocurre y otra que inevitablemente siempre se produce.
Costumbre que se ha perdido la de andar salivando a diestra y siniestra. Sobre todo después de comer algo que merece ser devuelto. No es que esté ni bien ni mal, porque eso es a gusto del escupidor y de su entorno más cercano. Esto es una simple constatación de hecho. Es una costumbre que cayó en desuso; como tomar leche con gofio, podar el arbolado público, dar el asiento a las viejas en el ómnibus, exigir el no pago de la deuda externa, escuchar radio de onda corta o ir a ver a un partido de Huracán Buceo.
Costumbre que se ha perdido la de andar salivando a diestra y siniestra. Sobre todo si uno está saliendo de una gripe y anda con la nariz todavía en reparaciones. Pensar que antes era tan pero tan común que alguien te gargajeara al lado… y ahora nada que ver. Nada por aquí, nada por allá. Si uno escucha un sonido de esa talla mira de forma desagradable, como diciendo dónde te crees que estás. En las casa este hábito ya no corre. En el ómnibus tampoco. La calle parecer ser el único ámbito aceptable donde aún persiste el salivazo. Ahhh… y en el básquetbol, que lo que tiene de proximidad lo tiene de escupitajos.
Costumbre que se ha perdido la de andar salivando a diestra y siniestra. Sobre todo a siniestra. Ahora como que se le tiene más consideración. Capaz que porque la siniestra no es tan siniestra. Capaz porque no es tan siniestra en el otro sentido. Vaya a saberse. El punto es que sí: quedan pocos salivadores. Pocos de los buenos, de aquellos que donde ponían el ojo ponían el pollo. Pero los hay. Duchos de la escupida, sea por lo distante o por lo precisa. Porque justo es reconocer que tienen su mérito, aunque ahora nos dé un poco de asquete. Es una habilidad aprendida y eso no hay por qué negarlo. Quedan menos guanacos todavía. Menos de esos seres humanos caracterizados por asemejarse más de lo deseado a ese conocido mamífero andino famoso por escupir precisamente a donde cuadre y cuando le cuadre.
Costumbre que se ha perdido la de andar salivando a diestra y siniestra. No así la de escupir para arriba, que todavía se ve bastante. Pero esto indudablemente es cosa del que lo hace. La libertad es libre. Allá él (o ella), que en caso de escupitajo hacia el cenit se arriesga a padecer el simple efecto de la ley de gravedad sin que nadie lo obligue. Lo que se dice al reverendo santo botón. Pero tá. Allá el.

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