martes, 17 de noviembre de 2009

Cuando el agua llega a las partes

El verano, cuando viene acompañado de vacaciones, cuando estas vienen acompañadas de playa, cuando esta viene acompañada de baños marinos, nos enfrenta siempre a lo mismo. En este mundo en que estamos tan acostumbrados a las comodidades y tan acomodados a las posibilidades, hay un momento frío en que la naturaleza nos empequeñece y muestra cuán indomable es.
Rocha. Una tarde soleada. El ómnibus llegó al balneario escogido para veranear hace una hora y poco más. Lo de siempre: dejar el equipaje en la casa o carpa –a según la economía del susodicho- y derechito a ver cómo está la playa para confirmar si concuerda con la publicidad que nos hicieron o con los recuerdos congelados de años atrás.
Primera visión: satisfactoria. Las veraneantes están cada vez más buenas. Segunda visión: insatisfactoria. De tanta gente la playa parece Pocitos en la previa a la Noche de las luces. Tercera visión: satisfactoria. Las olas oceánicas están como las veraneantes. Cuarta visión: insatisfactoria. El viento intenso que agita la bandera amarilla pronostica una cierta masticación de arena y nos recuerda que aunque haya sol puede ponerse más frío de lo deseado.
Entonces el veraneante susodicho, proveniente de un hogar urbano con agua caliente a piacere, avanza por la fina arena contento de haber traído lentes negros y disconforme por haberse olvidado de un buzo de manga larga.
El plan es el de siempre: un cuarto de hora calentando el cuerpo al sol y luego a bañarse para inaugurar la temporada. En esos quince minutos: un par de mates y jugar un poco con la arena dejándola caer del puño entrecerrado cual reloj de ídem. Cuando pasa el tiempo suficiente, con el cuerpo caliente, tal vez ardiente, el susodicho se para como buen ser bípedo que es y enfila hacia el mar. Se acomoda el short a la altura precisa. Se sacude un poco de arena de la espalda. Mueve las piernas para indicar que va a empezar a caminar. A veces se masajea las pantorrillas o los muslos. Gira la cabeza y se despide de su compañía. –Me voy a bañar-, dice, como si las 30 personas que están en un radio de cinco metros no se hubieran dado cuenta. En eso escucha una respuesta: -¡Ojo no esté muy fría!-.
-¿A papá con agua fría? ¡Yo me baño en el polo igual!-, contraresta el varón mientras comienza a andar hacia el agua.
A medida que avanza los recuerdos se van descongelando, y más se descongelan aún cuando apoya una planta de pie en la arena mojada de la orilla, en los restos de las olas que llegan más lejos. Entonces empieza a recordar que a veces, es cierto, el agua está fría. Y él todo el año estuvo regulando la canilla de agua caliente para ducharse sin helarse en lo más mínimo. Incluso hoy de mañana, día caluroso de enero, antes de arrancar para Tres Cruces. Pero tá, en la cancha se ven los pingos. ¿En la cancha? ¿Los pingos no se ven en el hipódromo? ¿O es una crítica poco sutil al futbolista compatriota?
El agua a la altura de la pantorrilla es llevadera. Es momento ideal para darse vuelta a saludar y demostrar que todo está en orden. Mano en alto y el grito que no se escucha a 50 metros, aunque más o menos se deduce: - ¡Eeeeeeeeeehhh. Estoy acá, todo controlado!-.
A la altura de la rodilla el agua es una papa. Un poco más y alcanza el muslo. Ningún problema. Pero el cuerpo no es gil, tiene memoria. Las olas no ayudan a mantener el control de la situación. La inmersión llegará cuando ellas quieran. El agua sube y moja el short (si es bermuda está mojada desde unos centímetros antes). Los brazos se tensan. Al abdomen se contrae. Los dientes se aprietan. ¡Y mejor que nadie esté mirando de frente semejante cara de guapo!
Ahí surgen tres opciones: zambullirse de pico, flexionar las piernas para terminar con la agonía o dudar hasta que las olas mojen las partes. Normalmente ocurre lo último y luego por reflejo una de las otras dos opciones. Meditación urgente para ver qué se hace. Un tiempo para recordar experiencias pasadas que orienten la decisión. El agua casi casi tocando el pirulín.
-El agua de Rocha está fría de cagarse-, reconoce el cerebro al resto de sus colegas miembros del cuerpo.
-¡Como siempre, vejiga!-, le contesta asustada la bolsa de los testículos.
En eso llega la ola inesperada. El agua supera la cintura. El frío se siente. El que piensa pierde. Luego el reflejo y el susodicho se zambulle de cabeza hacia delante. Entonces, confiado el susodicho de que a 60 metros no se distinguen los gestos de la cara, mano en alto gira hacia la arena y grita, y el grito que no se escucha, aunque más o menos se deduce: -¡La puta que lo parió! ¡Agua de mierda!

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