sábado, 4 de septiembre de 2010

Maldita costumbre

Uno piensa que no le va a llegar. Nunca. Mucho menos siendo joven. Pero se equivoca como de acá a China. Al menos uno y alguno que otro.
Seguramente haya síntomas previos que no se sabe reconocer. Eso no está muy claro. Capaz que un presagio es hacer lista de compras para ir al almacén, no recordar en qué línea de ómnibus se está viajando, olvidarse el táper de la comida en la heladera de casa, para saber la edad propia tener que restar el año de nacimiento al actual (prestando especial atención a si ya sopló las velitas en el corriente), o desayunar leyendo el catálogo de una cadena de supermercados que no tiene ningún local en varios barrios a la redonda.
Como en todo, siempre hay una primera vez. El día primigenio. Ahí está el puntapié inicial. Por ejemplo, en esa ocasión puede ser movido por simple y mundana curiosidad. Sí. Para ver lo que hay. Una especie de voyeur* metiche que desea enterarse qué dice, cómo, si son muchos, si hay más hombres o mujeres.
También puede ser por morbo, buscando algún conocido al azar (si puede ser un reverendo hache de pé mucho mejor). O por el regocijo interior de saber que uno no está ahí. Incluso puede ser por error, en un intento de distraerse con algo de cultura, básquetbol, turf, el pronóstico meteorológico o un horóscopo trucho.
Después de ese momento iniciático suele no haber marcha atrás. Ni desearse, admitámoslo. Ahí recién está empezando a gestarse ese hábito que para otros es una maldita costumbre.
Con el pasar del tiempo, sean días, meses o años, la maldita costumbre se termina integrando a la persona. Uno se siente vivo, para qué negarlo, es obvio. Lo más importante es que uno nunca podrá verse a sí mismo, aunque convengamos que estaría por demás interesante. Sobre todo para ver quiénes se molestan en aportar un peso a la causa o le tienen cierta estima.
Además, uno aprende. Se alecciona para cuando le toque hacerlo. Siempre es bueno ir sabiendo de antemano; por si las moscas, literalmente.
También se aprende sobre el país propio. Se puede ver si somos más descendientes de españoles o de italianos. Si hay muchos judios y armenios. Estimar minorías. Por no hablar de los nombres raros, esas joyas que hacen tan particular al paisito, o de la gente que es más conocida por su apodo que por el nombre impreso en la cédula de identidad.
Todos los días un nombre nuevo, un apellido con terminación italiana nunca oído, una combinación estrafalaria casi nefasta. Saber si el tipo era de familia numerosa o tenía una carrera profesional destacada. Ver si se fue en la paz del señor o si le muy ateo dejó bien clarito que nada de cruces indeseadas junto a su nombre.
El asunto es sencillo. Hay una primera vez, luego una segunda, una tercera y muchas más. Hasta que sin darse cuenta, al tiempo, uno percibe que tiene un hábito, una maldita costumbre, aunque sarna con gusto no pica. Incluso tampoco está de más darle una vichadita por las dudas, no sea que le toque turno a algún conocido, uno se entere demasiado tarde y se quede sin pasar a saludar un rato o mandar un sms.
Es verdad que en sus inicios resulta una costumbre extraña, pero termina siendo casi un vicio. Y como todo vicio no es fácil de erradicar. Mucho menos si no molesta a nadie. Hábito raro, puede ser, ¿pero quién le quita a uno la satisfacción de lo leído? Experto en fiambres. Máster en finados. Doctor en esquelas. Todo, por la sana y maldita costumbre de leer la página de avisos fúnebres del diario. Las necrológicas, como dicen los entendidos.

(*) Voyeur: Individuo al que le gusta husmear donde no lo llaman, especialmente si se trata de situaciones íntimas ajenas. Vg: ¡Voyeur hijo de puta, dejá de mirar por la cerradura que nadie te dio vela en este entierro!

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