Poco antes de morir, el marinero Lee
Chin-Pung puede haber revelado el secreto que esconde la inexplicable
secuencia de barcos coreanos incendiados en el Puerto de Montevideo
durante los últimos tiempos.
"Una mielda tlae suelte",
dijo el moribundo Chin-Pung antes de pelarse del todo a Roberto
Perdomo, enfermero del Hospital Pasteur. Este le preguntó a que se
refería. "Que una mielda tlae suelte". Ante la repregunta,
el marinero fue más claro: "Que eso de plendel fuego un balco
en ete puto puelto es un bolazo más glande que una casa". Fue
lo último que dijo. Chin-Pung, fuera.
Dos días más tarde Perdomo comenzó a
sentir una molestia urticante en su piel. Pensó que era cosa de
oruga o araña pero no, era el humilde bichito de la curiosidad. Al
terminar su jornada laboral se dirigió al Puerto y tras deambular un
rato supo que el barco del cual Chin-Pung era tripulante, el Seúl
88, había sufrido un incendio unos días antes. Pérdidas totales y
cinco heridos. El más grave era Lee.
El enfermero se entusiasmó y siguió
averiguando. Llegó a unos marineros coreanos a los que solo les pudo
sacar unas palabritas sin sentido que traducidas en cualquier idioma
eran yo no sé, a mí no me pregunte, no sé de qué me habla.
Sospechó de esas respuestas vacilantes, así que siguió indagando.
Se dejó un platal en boliches de mala muerte tomando copas con
marineros asiáticos y muchachas de vida disipada. Algo supo.
Esto fue lo que pudo saber, según
contó él mismo:
Hubo una vez un marinero coreano de
nombre Kim Soon-Lu que decidió embarcarse y abandonar su tierra
luego que su novia se fuera con su mejor amigo y todos sus ahorros.
En bancarrota y con el corazón partido metafóricamente hablando,
fue recalando en varios puertos hasta que llegó a Montevideo. Cierta
tarde conoció en el Rock&Samba una adolescente uruguaya que lo
cautivó, le gastó toda la guita y quedó embarazada al toque.
Convivían felizmente en una pensión de la calle Piedras hasta que
Soon-Lu recibió la noticia que pronto debía embarcarse con destino
desconocido y por tiempo indefinido. Como no quería irse lo mejor
que se le ocurrió, en vez de ser polizón de tierra, fue incendiar
el barco.
De esta forma pudo permanecer junto a
su amada y criar un orientalito morocho de ojos rasgados.
Luego alcanzó la prosperidad. Empezó
vendiendo arrolladitos primavera por la calle, a continuación
instaló un pequeño local con delivery y después un espacioso
buffet libre que fue todo un éxito.
Su historia llegó a oídos de sus
colegas, quienes se la contaban de uno y a otro. Tanto, que se
instauró la idea que cada vez que un marinero coreano anda mal de
amores y no tiene ni pelusa en los bolsillos, la solución mágica es
llegar al puerto de la capital uruguaya y prender fuego el barco. Eso
fue lo que hicieron varios en los últimos años, incluido Lee
Chin-Pung.
Pudo averiguar Perdomo que Lee estaba
casado con una bella muchacha que lo dejó por un europeo que andaba
de mochilero. Ni lindo ni feo. Con pasaporte.
Desamorado Lee se embarcó en un navío
pesquero. Atravesó los mares, conoció puertos, gastó su paga en
piringundines y casas por el estilo, hasta que llegó a Montevideo.
Reventó buena parte de la plata ya sabemos como.
Una noche compró fósforos, fue al
barco, roció todo con querosén, se chorreó sin darse cuenta,
prendió un fósforo, se prendió todo, más de lo previsto, incluso
él, más de lo previsto, y sus compañeros que venían, lo puteaban
en su lengua, en otras lenguas, lo pateaban, lo puteaban, no se apagó
tan fácil, ni él ni el barco, entonces los bomberos, la ambulancia,
el hospital, imágenes borrosas, uno vestido de blanco, ¡Una mielda
tlae suelte!, pregunta, ¡Que una mielda tlae suelte!, unas pocas
palabras más y Chin-Pung, fuera.
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