lunes, 26 de marzo de 2012

Un barco más, un misterio menos


Poco antes de morir, el marinero Lee Chin-Pung puede haber revelado el secreto que esconde la inexplicable secuencia de barcos coreanos incendiados en el Puerto de Montevideo durante los últimos tiempos.
"Una mielda tlae suelte", dijo el moribundo Chin-Pung antes de pelarse del todo a Roberto Perdomo, enfermero del Hospital Pasteur. Este le preguntó a que se refería. "Que una mielda tlae suelte". Ante la repregunta, el marinero fue más claro: "Que eso de plendel fuego un balco en ete puto puelto es un bolazo más glande que una casa". Fue lo último que dijo. Chin-Pung, fuera.
Dos días más tarde Perdomo comenzó a sentir una molestia urticante en su piel. Pensó que era cosa de oruga o araña pero no, era el humilde bichito de la curiosidad. Al terminar su jornada laboral se dirigió al Puerto y tras deambular un rato supo que el barco del cual Chin-Pung era tripulante, el Seúl 88, había sufrido un incendio unos días antes. Pérdidas totales y cinco heridos. El más grave era Lee.
El enfermero se entusiasmó y siguió averiguando. Llegó a unos marineros coreanos a los que solo les pudo sacar unas palabritas sin sentido que traducidas en cualquier idioma eran yo no sé, a mí no me pregunte, no sé de qué me habla. Sospechó de esas respuestas vacilantes, así que siguió indagando. Se dejó un platal en boliches de mala muerte tomando copas con marineros asiáticos y muchachas de vida disipada. Algo supo.
Esto fue lo que pudo saber, según contó él mismo:
Hubo una vez un marinero coreano de nombre Kim Soon-Lu que decidió embarcarse y abandonar su tierra luego que su novia se fuera con su mejor amigo y todos sus ahorros. En bancarrota y con el corazón partido metafóricamente hablando, fue recalando en varios puertos hasta que llegó a Montevideo. Cierta tarde conoció en el Rock&Samba una adolescente uruguaya que lo cautivó, le gastó toda la guita y quedó embarazada al toque. Convivían felizmente en una pensión de la calle Piedras hasta que Soon-Lu recibió la noticia que pronto debía embarcarse con destino desconocido y por tiempo indefinido. Como no quería irse lo mejor que se le ocurrió, en vez de ser polizón de tierra, fue incendiar el barco.
De esta forma pudo permanecer junto a su amada y criar un orientalito morocho de ojos rasgados.
Luego alcanzó la prosperidad. Empezó vendiendo arrolladitos primavera por la calle, a continuación instaló un pequeño local con delivery y después un espacioso buffet libre que fue todo un éxito.
Su historia llegó a oídos de sus colegas, quienes se la contaban de uno y a otro. Tanto, que se instauró la idea que cada vez que un marinero coreano anda mal de amores y no tiene ni pelusa en los bolsillos, la solución mágica es llegar al puerto de la capital uruguaya y prender fuego el barco. Eso fue lo que hicieron varios en los últimos años, incluido Lee Chin-Pung.
Pudo averiguar Perdomo que Lee estaba casado con una bella muchacha que lo dejó por un europeo que andaba de mochilero. Ni lindo ni feo. Con pasaporte.
Desamorado Lee se embarcó en un navío pesquero. Atravesó los mares, conoció puertos, gastó su paga en piringundines y casas por el estilo, hasta que llegó a Montevideo. Reventó buena parte de la plata ya sabemos como.
Una noche compró fósforos, fue al barco, roció todo con querosén, se chorreó sin darse cuenta, prendió un fósforo, se prendió todo, más de lo previsto, incluso él, más de lo previsto, y sus compañeros que venían, lo puteaban en su lengua, en otras lenguas, lo pateaban, lo puteaban, no se apagó tan fácil, ni él ni el barco, entonces los bomberos, la ambulancia, el hospital, imágenes borrosas, uno vestido de blanco, ¡Una mielda tlae suelte!, pregunta, ¡Que una mielda tlae suelte!, unas pocas palabras más y Chin-Pung, fuera.

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