lunes, 27 de abril de 2009

No se culpe a Nadia

La nena se mató. Pero que no se culpe a Nadia. ¿Qué Nadia? ¡Comaneci, cuál si no! La uno. La namber guan. A mis cuarenta y pocos años debo reconocer que siendo niña (yo, no ella) la rumana me maravilló con sus puntuaciones 10 durante los Juegos Olímpicos de Montreal, allá por 1976. Me impresionó tanto que ese mismo día les dije a mis padres que quería hacer gimnasia olímpica. Su respuesta fue que antes debía estudiar mecanografía, escribanía, esperanto, corte & confección, danza folclórica, cocina con Cordon Blue y macramé; y que después se vería. Esperanto, eso sí que me fue útil. Casi al nivel del zapateo y el minué montonero.
Así que nunca participé en los Juegos Olímpicos. Soy escribana y en los ratos libres perfecciono mi macramé. Pero mi niña desde chica tenía algo especial. Cuando empezó a gatear la dejábamos en la alfombra y se ponía a dar vueltas carnero. En jardinera les desataba las cintas de pelo a sus compañeritas. Un par de años después se entretenía sacando moñas que luego tiraba para arriba. Cuando cumplió ochoa le regalamos su primer equipo con la banderita rumana.
Ya en el liceo acostumbraba tener baja gimnasia, porque la profesora era una yegua. Pero yo sabía que lentamente, por dentro, el gusto por la gimnasia olímpica le iba ganando el cuerpo y el corazón. Así que cuando hace un par de meses me comentó que había visto un documental de la muralla china y le había interesado mucho, yo, que soy su madre, yo que la conozco, yo que la tuve adentro, supe qué era lo que me quería decir: en su fuero más íntimo estaba soñando con ir a las Olimpíadas de Beijing. Entonces le dije que sí, que la entendía, que captaba el mensaje.
Al día siguiente la llevé a entrenar con la mejor profesora de la ciudad. Una que parece que fue campeona nacional en los ‘80. El sitio era oscuro, las paredes estaban llenas de humedad, pero la tipa había sido campeona y eso es lo que cuenta.
Yendo al grano: El accidente fue una fatalidad, para qué negarlo. Mi niña estaba sobre el practicable realizando una coreografía con cintas. Parece, según me contó la profesora, que tiró la cinta hacia arriba y al caer la agarró mal y se le quedó enroscada en la cabeza, tapándole la visión. Cuando pudo manotear la punta de la cinta, como no veía, quiso sacársela y se tapó más aún. Entonces buscó la otra punta y jaló de esta, pero fue como cuando uno tira del cordón de un zapato y recién después de hacerlo se da cuenta que tenía doble nudo, o sea que fue peor. Casi se ahorca in situ e in extremis. Quiso gritar, pero no podía porque tenía la boca tapada con la cinta, que se le había metido en parte hacia adentro. Ahí la profesora reconoció la gravedad, pues hasta ese momento pensaba que mi hija fingía. Dice que para zafar de la clase siempre inventaba algo. Pero es mentira, la nena me contaba que le iba genial. Si hasta me había pedido dinero para aprender chino mandarín.
Una desgracia se la mire por donde se la mire. La profesora terminó de súbito la charla celularosa** pero no le dio tiempo de impedir que mi niña, sin ver, se acercara al borde de la escalera que daba a la planta baja y comenzara a caer y un tropezón y la cinta de seis metros y doce escalones de mármol blanco y toc toc toc hasta el sopi. Quedó más dura que rulo de estatua (este es viejo), más planchada que moña en fecha patria, más chanta que pastor de iglesia instalada en un viejo cine, más seca que el desierto de Atacama, más frita que… que… que papa frita (es malísimo, pero no podemos estar media hora acá parados), más fiambre que toda la producción de Schneck y Cativelli juntas (ejem). Pobrecita. Pero que no se culpe a Nadia. Ella, al igual que la famosa gimnasta rumana homónima, solo quería triunfar. Le faltaban seis pruebas. Seis. Seis para triunfar.

*charla celularosa: conversación referida a las plantas de celulosa que se realiza utilizando un teléfono celular de color rosado.

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