viernes, 8 de mayo de 2009

Miss. La belleza va por dentro.

Mabel Benítez tenía una obsesión. Como toda obsesión no era algo de un día para otro. No. A sus 47 años ella seguí insistiendo. Había empezado a probar suerte a los 13 años, deseosa de que un día le tocara, segura de que un día le iba a tocar. Si por algo la conocían era por obstinada y perseverante.
Nadie le podía reprochar nada porque todo lo que hacía estaba apegado al reglamento. No había límite de edad ni de cantidad de cirugías. Claro que parecía cada vez más una mezcla de Michael Jackson y Silvia Suller, pero a ella no le importaba. Tenía plata y tiempo, así que no pasaba nada.
Entre los 13 y los 24 confió que la belleza que apreciaba en sí misma sería mérito suficiente. Entre los 25 y los 36 se dedicó a satisfacer los bajos instintos de todo aquel que pudiera tener incidencia en el fallo. A los 25 el presidente del jurado. A los 26 el presidente y el resto del jurado. A los 27, todo el jurado y el presentador. A los 28 incorporó el sonidista a la lista. A los 29 sumó a los tres señores que manejaban la cantina del club. A los 30 a los amigos del jurado. A los 31 años los favorecidos fueron casi 40 individuos, entre los que se contaban policías, bomberos y un viajante que pasaba por el pueblo el día de la elección y parecía llevarse bien con el presidente del jurado. A los 32 comenzaron a integrar la lista los hijos mayores de todos los anteriores. A los 33 amigos de todos. A los 34 empezó a incluir entre los destinatarios de los servicios algunas esposas y novias del jurado. A los 35 años agregó a la lista la mujer del presentador y comprobó que ni así resultaba positiva la estrategia.
Decidió cambiar de plan. Fue entonces que comenzaron las cirugías. Primero cola y pechos. Luego labios y patas de gallo. La nariz para que quedara más linda. Más adelante la papada y una costilla menos. Después liposucción. A la octava intervención empezó a sentir que tal vez fuera cierto aquello de que lo barato sale caro. Estaba rara. Un “escracho”, decían los niños del barrio. “Homenaje vivo al eslabón perdido”, le llamaba el veterinario de su can caniche.
Para entonces, además de participar cada año en el concurso de Miss Villa Luisa confiada en que finalmente iba a recibir la corona a la mujer más hermosa, también era la imagen de una campaña publicitaria del supermercado del pueblo. Un aviso donde posaba de bikini delante de un decorado de cartón que asemejaba una isla de la Polinesia. Un decorado decolorado por el tiempo. Fuera de época. El comercio tenía por denominación el diminutivo del nombre de la esposa del dueño: Mabelita.
Los concursos de belleza de Villa Luisa siguen sucediéndose año a año. Sobre el final de este verano del año cero nueve, luego de culminada una nueva edición del certamen de belleza local, la más veterana de las participantes por el título de reina siente que la bocharon injustamente. La corona se la llevó una joven de 17 años. Morocha de ojos verdes. 91-60-91. Hija de un edil. De pocas luces. El edil.
En el momento de la premiación, Mabel se acercó a la ganadora y le dio un beso en la mejilla a su sobrina. La muchacha la abrazó y le dijo:
-Tía, te volvieron a afanar. No bajes los brazos y nunca te olvides, tía, nunca te olvides, que la belleza va por dentro.
-Por dentro va la procesión, sobrina, no me llenes los ovarios.
-La belleza está en tu cabeza, tía.
-Sobrina: porqué no te vas a cagar un poquito.

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